jueves, 12 de diciembre de 2013

CAPÍTULO XXXIII



21/07/2010



Muchos de nosotros, a estas alturas, ya sabemos cuanto podemos aguantar, tanto en el aspecto físico como en el personal. Ahí está nuestro gran problema, que las dos cosas van unidas.
El estrés acumulado aumenta las tensiones musculares y por lo tanto el dolor, el cólon se vuelve más irritable que nunca, las cefaleas tensionales son más frecuentes, y todo esto ayuda a que la fatiga crónica se muestre más invasiva si es posible. Resultado : soledad. ¿Por qué?.


Un dato curioso y dramático es, que son frecuentes los divorcios y separaciones matrimoniales dentro de las familias, cuando uno de los cónyuges (casi siempre en el caso de la mujer, ya que son ellas primordialmente las afectadas) padece Fibromialgia.
Esto debe darnos que pensar, o bien el cónyuge sano no acepta la enfermedad de su pareja y opta por la separación, o bien el cónyuge enfermo no consigue superar ese estrés provocado por la no aceptación, y prefiere vivir solo-a, a convivir en un continuo sufrimiento intentando padecer en silencio los síntomas para evitar el rechazo de la otra persona. Casi siempre el familiar que más a menudo nos rechaza es el más cercano, el que más convive con nuestro padecimiento, eso resulta duro, muy duro.


Estamos en una situación en la que seguimos teniendo que demostrar día a día el padecimiento de una enfermedad invisible, ya que aunque están surgiendo formas de diagnosis fiables y demostrativas para todos, aún no están contempladas por la seguridad social y por lo tanto al alcance de nadie. Parece mentira que estemos suplicando por tener derecho a unas pruebas que diagnostiquen la enfermedad, y que den como resultado un simple papel que a nosotros no nos serviría como cura, pero sí para callar bocas y enrojecer algunas caras.

Yo no quiero la compasión de nadie, no quiero dar lástima, sólo quiero que me acepten como soy ahora, que cuando me oigan decir: “lo siento, no puedo hacerlo”, no sonrían irónicamente y con cara de incrédulos; que cuando yo diga: ¡Ay!, es que ya no puedo aguantar más el dolor, no me llamen “quejica”; que cuando salga a la calle a pesar de los dolores, y vuelva a casa no me digan: “¡no estarás tan mal porque has salido!”, porque salgo para distraer el dolor, para dejar de pensar en que con 53 años vivo en el cuerpo de una mujer de 85.


La mujer de hace seis años, aquella que sufrió una operación a vida o muerte, esa mujer se quedó allí y no va a volver. Ahora soy otra mujer, han cambiado mis rasgos, mi físico, incluso parte de mi corazón, pero el alma, mi alma, sigue siendo la misma. Y si yo he sido capaz de aceptarlo, si yo he conseguido ser feliz con esos cambios, a pesar de los malos ratos, aprovechándome de ellos para adaptarme, ¿por qué los que están a mi lado no pueden?.

Ya que yo me pregunto, yo me responderé: porque si me aceptan, tienen que aceptar esa otra forma de vida que les resultaría más incómoda y menos soportable que la que llevaban antes, cuando todos creían, incluso yo misma, que estaba sana como una pera y que de lo único que padecía era de “flojitis aguda”.

CONTINUARÁ...
(Imágenes descargadas de Internet)








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